Duodécima
Estación
JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Cristo muere en la Cruz. Tiene un
trío de ases a sus pies: su Madre, la Magdalena y Juan. En torno se hace
el silencio y la Luz se oscurece crucificada. El poeta, consecuente, insta al
cielo a cubrirse de luto, "porque la Vida ha muerto", misterio que
sume en admiración al anonadado cristiano que es aquí el sujeto
lírico.
Que Cristo se convierta en el modelo final
de su propia muerte, es el deseo final, ceñido a su pecho, que expresa
como conclusión el poeta. (Deseo que se cumplió a la muerte
cristianamente ejemplar del mismo)
Decimotercera
Estación
JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ
Y PUESTO EN LOS BRAZOS DE SU MADRE

La Penúltima estación de
Gerardo Diego la componen dos décimas llevadas con una fluidez y
naturalidad tales que parece que escribir tan artísticamente como
él resulta de lo más fácil; es la difícil sencillez
del artista. La primera décima es un una secuencia de requiebros
afectivos, un ir y venir de un lado al otro de la emoción y el dolorido
sentimiento. Inicial descripción presentativa del conjunto
marmóreo de Madre e Hijo, que acaso remita a la conocida y
delicadísima escultura de Miguel Ángel, «La Piedad»;
una brevísima referencia al escenario del Calvario lejano y
vacío, y al canto, una desolada exclamación, para pasar de
inmediato a una oración consoladora: «no llores».
La décima segunda apunta
ambiguamente, para preparar la sorpresa poética, a un doble
destinatario, sujeto agente del grupo, del «prodigio desnudo»:
¿el escultor tal vez? Se habla de materia escultórica y de
instrumento, el buril. Pero no. No es el escultor, es el alma misma pecadora
del poeta: «-Yo fui el rudo artífice, el profano que modelé
ese triunfo de la muerte».
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